“Ayant pris le soleil ce matin, j’ai froid.
Je m’ ennuie. »
César Moro
Sobre un aeropuerto que parece siempre una madre triste, el avión se apura por despegar, de la piel asfáltica, su torpe e inflamado cuerpo.
La mañana tiene los colores de la distancia, y después del último esfuerzo el gigante Hércules ya está arañando el viscoso y transparente cielo.
Abajo, me he quedado observando. Mudo, solo, colocándome unos lentes muy oscuros, huyendo de la blanquísima luz, huyendo del silbido feroz del viento atravesando las turbinas, o huyendo –quién lo sabe- de mí mismo.
Con un nudo apretándome la garganta, adelanto unos pasos, ya olvidando lo que cruzará el Atlántico, levanto la cabeza, pero mis ojos ya no alcanzan a ver con la distancia, lo que aún sí puedo oír.
Me retiro del lugar y mi sombra se estira increíblemente por la madrugada.
Camino lentamente, paralelo y perpendicular a las paredes y al asfalto, camino como si en el mundo no existiera otra cosa más que hacer.
El sol inclemente que siempre hizo escarnio de los caminantes, hace su tarea con más ahínco que nunca.
Entonces, apuro mis pasos cuando mi nariz, ya excitada presiente alguna humedad próxima.
Bellamente una plaza se pasea por toda la extensión de mis ojos y una pileta que generosamente deja caer sus aguas cristalinas en cadenciosa armonía sobre todas la piedras a su alrededor, se incrusta en mis pupilas.
Voy a hundir mi cabeza en el borde de la fuente, y beberé de sus aguas transparentes hasta que el buen color se dibuje en mi cárdena piel.
Recuerdo a mi máquina de escribir y me atrevo a compararla con las palomas que vuelan libremente –en círculos- alrededor de las imágenes que ahora me rodean.
Pero no soy un pájaro, estoy muy ebrio, y sólo soy un hombre, como cualquier cosa sobre este mundo.
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